Horacio González escribe una memoria del presente como balance del año vivido bajo el signo de la pandemia mundial provocada por el Covid-19.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
I
Cuando la mayoría de nosotros escuchó la palabra coronavirus, anglicismo para denominarlo que enseguida prosperó -pues dicha al revés esa palabra en nuestros países parecería que estuviéramos pidiendo en forma chabacana una cerveza-, se le prestó una atención moderada. Primero porque estaba lejos, en una localidad china que imaginábamos sumida en la precariedad y el atraso, antes de enterarnos que esa metrópolis contenía una cantidad de habitantes mayor a la suma de Buenos Aires y el Conurbano, siendo un centro científico de biotecnologías de primer nivel y un sitial para el memorial político de la China contemporánea, porque allí a principios del siglo XX comenzó la revolución que acabó con el Imperio y cuya segunda secuencia, luego divididas las fuerzas revolucionarias, fue el triunfo de Mao en 1948. El virus, si venía de allí, no venía de cualquier lado, por más que el mercado de frutos de mar no estuviera en las condiciones que se hubieran deseado. El problema era y es más profundo e involucra, primero, al conjunto de la vida tal como se expresa en la dinámica existencial y productiva en todo el planeta, y tal como la expresión virus, que como ente digital, no proteínico, es también tomada como amenaza que desarma condiciones de funcionamiento de uso de uno de los implementos técnicos esenciales de recolección y consulta de datos. Y segundo, “nuestro virus” biológico se llamaba Dengue, conocido y estudiado desde hace muchos años.
Ha pasado más de un año en que nuestras vidas han cambiado de un modo difícil de evaluar. La sospecha de un gran cataclismo de dimensiones bíblicas o un temblor político que ponga fin a los regímenes de dominación conocidos, no se han verificado en términos escatológicos, pero poco a poco vamos descubriendo la gravedad social de las áreas de vida afectadas. No se va a gobernar igual, no se va a producir igual, no se va a educar igual, no se va a pensar igual. No habrá nueva normalidad y el orden que será establecido, no sabemos qué investiduras de oscuridad y qué rasgones humanos y de qué gravedad nos proveerá. Por lo pronto, el sentimiento de vivir en suspensión, como si flotáramos en el interior de nuestros barbijos -que en vez de tenerlos parecen tenernos ellos a nosotros-, permite imaginar que la salida de este régimen de excepción es probable que contenga más resignación que rebeliones. Aunque se lucha individualmente por defender el hilo de vida que nos fue dado, quedará la memoria inédita de la administración de la movilidad urbana, los viajes con aduanas interiores e intervenciones preventivas de las fuerzas públicas, las colas de hisopado, las temibles mudanzas en la condición habitacional, laboral, educativa, afectiva y convivencial. No nos dejarán inmunes ni a la sorpresa de esas transformaciones ni a la incógnita de si serán muy brutales o dejarán en pie muchas de las nociones, que en su uso rutinario guiaban nuestras vidas, tan obvias o excepcionales que fueran.
La introducción del virus en una cotidianeidad desapercibida siguió el modelo de las novelas de intriga. Un pequeño hecho insignificante, carente de interés, de repente es sospechado como la representación de un mal mayor que yacía encubierto. En un programa de televisión en el mes de enero de 2020, el Ministro de Salud dijo que era un virus ya conocido en diversas versiones, por lo tanto, al no ser novedad, deberían ser factibles lo métodos para conjurarlo. Mencionó que le preocupaba más el dengue de nuestro antiguo mosquito picador, el aedes egypti. Nadie o muy pocos, salvo los infectólogos chinos y esos hombres del buró partidario de ese país, que por centenas aparecen fotografiados en sus unánimes trajes, enhiestos en su anfiteatro gigantesco, podrían tener cálculos avanzados de lo que se avecinaba. Poco a poco comenzaron a llegar los primeros contagiados de Europa y se consideró que el fenómeno podía estar localizado en viajeros a lugares lejanos. Siempre hay un último pensamiento en los habitantes de un lugar, que tiende a considerarlo inmunizado. “Aquí no llega”. Pero ya comenzaban a hablar los infectólogos por televisión, que desmentían que cada lugar que imaginamos como nuestro, pudiera ser un santuario, Por fin nuestro destino era el mundo, pero no El primer mundo, sino todo el mundo tan conocido como carcomido.
II
La ramificación del virus se ampliaba de modo que se podía calcular cuánto se duplicada según la cantidad de tiempo transcurrido. Los funcionarios aprendieron esta ecuación y se lucían explicándola públicamente y llevando un poco de tranquilidad. La duplicación, en nuestro país, se demoraba mucho más que en otros. La duplicación y reduplicación era menores en las variables temporales que la de otros países como Italia y Brasil, eventualmente España. No éramos el monumento a la desidia y tomábamos en serio un problema con la magnitud ya considerable y decíamos con naturalidad el nombre científico de pandemia correspondiente, lo cual como nombre asustaba un poco, quizás menos que la medieval peste. No era consuelo sino un modo pedagógico de singularizar que el asunto abarcaba a todo el planeta. Hacía tiempo que teníamos a nuestra disposición la fea palabra globalización. Ahora se trataba de la misma enfermedad en Pakistán que en Avellaneda, el mismo barbijo en Múnich que en Villa Fiorito.
Primero acudieron a la consideración pública la serie de los infectólogos -la ciencia que estudia el peligro de darse un abrazo-, que convertidos en profesores con evidente sapiencia, permitían que nos mostrábamos conformes con las medidas de prevención. Aunque se bromeó con el saludo amistoso vía codo, que parecía en realidad un repudio o una agresión, el clima de un mundo convertido en un mega quirófano lograba un tono persuasivo para no exacerbar el peligro, ni disminuir los cuidados. Luego vino, de inmediato, la serie de filósofos, algunos con real premura de que se escucharan sus palabras. Muy pocos dejaron ideas interesantes o conmovedoras. Algunos informaban de grupos que hace años estudiaban la relación del hombre productivo con la naturaleza tratada despectivamente como un depósito de recursos materiales renovables o no renovables -este problemático eufemismo logró pasar con indiferencia-, logrando reforzar un argumento que ubicaba en las fuerzas tecnológicas del capitalismo en póstuma ofensiva contra los equilibrios de la naturaleza. Cuya vida interna, sus sistemas de interrelaciones, estaban vulneradas por desmatamientos, deforestaciones, sequías, incendios, minería extractiva, perforaciones petrolíferas sumamente agresivas con el suelo, cuestiones que en todos los casos ponían en riesgo la relación vida, tierra, aire, aguas fluviales o marítimas. Un ente no observable más que con microscopios de alta potencia, “ni vivo ni muerto”, como se dijo desde el primer momento, desacomodaba la relación que el capitalino creyó infinita en el uso de los recursos de la naturaleza. Para que se comprenda esta proposición que era alarmante, los medios de comunicación dibujaron el acontecimiento virósico como un bichito animado, con sus antenas marcianas, su aspecto de pelota deportiva extraña -parecida a las del deporte nacional del Pato-, y su ansiedad movediza por hacer una travesura final con nuestros cuerpos. En las televisiones mundiales apareció humanizado y avieso. Y no es imposible detectar cierto sadismo en los locutores mundiales que avisan que habrá nuevas “cepas” que no necesariamente son cubiertas por las laboriosas vacunas elaboradas, sean la rusa o sus otras satélites.
Ante este hecho fundamental, la razón filosófica que apareció en las primeras fases de la pandemia, se bifurcaba en diversas direcciones. Las más entusiastas, suponían una reacción mundial que diera por agotado al capitalismo financiero, dada la evidencia de cómo actuaba su otro polo, el capitalismo que actúa en los labrantíos, bosques y explotaciones agrotécnicas con nuevos tóxicos, semillas y máquinas capaces de trastocar las placas milenarias en se asentó el mundo natural humanizado. Y por lo tanto, no sin ironía, era capaz de formas muy concluyentes de horadar la enigmática correlación entre alimentación, lenguaje y fabricación en escalas inimaginables de objetos únicos para un mercado mundial uniforme de consumos, especialmente de imágenes. Se anunció que podíamos asistir al fin de este abuso. Pensamientos más prevenidos y menos ambiciosos, ponderaban un nuevo papel del Estado, alrededor de la asistencia social o del “cuidado”, rasgo que en las más encumbradas filosofías significa el ser pensando en la propia reflexión sobre sí mismo, pero en este caso desdoblado sobre el “Otro generalizado”. En este caso era un pensamiento sobre la solidaridad en un momento más parecido al “sálvese quien pueda” que a los diversos tipos de comunidades que hacía medio siglo se venían pregonado. Cerradas, abiertas, acéfalas, inmunes, inconfesables. Pero hay que decir que lo que más se acentuó en los primeros momentos, fue las competencias de manipulación que heredaría el Estado en cuanto al control sobre las poblaciones, ahora justificado por el temor a la expansión del virus, pero luego readquirido como experiencias clasificatorias propias del orden estatal permanente y de la razón calculadora, para ejercer el gobierno “biopolítico” Esta vieja palabra, que ya había pasado por las manos mágicas de Foucault, aparecía con fuerza para indicar un alerta sobre lo que podría significar el Estado luego del manejo de las interdicciones, como espacio de experimentación sobre lo humano.
III
Las proporciones bajo las que actuó el Estado argentino no parecen, sin embargo, adecuarse a este pronóstico sombrío, pero no improbable. Se postuló el privilegio de la vida en relación a las razones económicas, lo que habla muy bien del gobierno argentino, pero poco a poco, los motivos dominantes del economicismo y su despliegue complementario, la necesidad de “producción y trabajo” -también una consigna gubernamental desde siempre-, terminó inclinando voluntades, actividades, pensamientos y opciones diarias. De hecho, se produjo una realidad simultáneamente repartida en varias franjas. Las fórmulas de distanciamiento, los procedimientos -se impuso la expresión “protocolos”-, para actuar en actos de absoluta intimidad, como casamientos, nacimientos, fallecimientos, hicieron aparecer un problema desconocido. ¿Qué hacer ante diversos impedimentos y obstrucciones que si no estuviéramos ajenos a una amenaza excepcional, no aceptaríamos? Esta revulsión en la vida cotidiana fue muy mencionada, se convirtió en frase dominante en los labios de los políticos y los filósofos, principalmente, lamentar la imposibilidad de ejercer rituales últimos ante los fallecimientos. Por un lado, se reclamaba comprensión ante la imposibilidad de “despedir a los seres queridos”, por otro lado, esa comprensión -que presumimos mayoritaria, silenciosa, palpable, estaba cruzada por evidentes obstáculos, todos ellos en la base de lamentos justos pero insuperables.
El filósofo Agamben, en Italia, encabezó las críticas a las decisiones de los estados respecto al aislamiento social obligatorio, tomando el caso de Antígona. Este gran mito griego, ponía a la propia Antígona, al margen del Estado obligándose a concurrir donde había muerto su hermano, y enterrarlo según los ritos sagrados, vulnerando las decisiones del Rey de Tebas. El cuestionamiento a las medidas de Estado que venían precedidas de citas ilustres de la literatura universal, eran atractivas pero equivocadas. Agamben citaba otro ejemplo, el de los “untabili”, la leyenda de los untadores en la peste de Milán, siglo XVII, con la cual la población de esa ciudad establecía una suerte de guerra de todos contra todos. Todas estas observaciones, no descartables para mostrar los estados inestables en los que población mundial pensaba esta situación de catástrofe, eran utilizadas de una manera u otra por las derechas de todo tipo. Esto no significa comparar a un gran filósofo con los nuevos estratos de creencias herméticas o sigilosas surgidas en los entretelones del miedo. Una de esas vertientes se expresaba con conceptos tomados de esoterismos, anti cientificismos, videncias y nigromancias diversas, lo que hizo que diversos grupos vinculados a pensamientos mágico-escatológicos, pronunciaran expresiones visibles contra las acciones estatales y rechazaran las anunciadas vacunaciones. A modo de dudosa revuelta milenarista, estas manifestaciones que ocurrieron en todo el mundo -en nuestro país ante el totémico Obelisco-, llaman la atención como un posible quiebre de las sociedades nacionales, que agregan una fisura más a las ya existentes. Fuimos testigos de las creencias en mitos sin linaje, en cientificismos sin respetabilidad y rechazo obnubilado a las instituciones púbicas, sin el valor social que tuvieron los anarquismos del pasado. Son todos mitos pedestres y rechazos dañinos, que reemplazaron los grandes pensamientos mitológicos, que en forma de narración pública o de secreto en las conciencias emancipadas, son consustanciales al vivir.
Tomar ahora la causa de las libertades ante el Estado Protector, no es un problema que se deba desdeñar. En primer lugar, cabe el rechazo a este débil y perjuro esquematismo, que es portador de ocultas tendencias suicidas, propias del saber de las sectas proféticas y sociedades conspirativas, que abarcan hoy a un número muy grande de personas desesperanzadas y desalojadas de impulsos comunitarios públicos. Elijen un irracionalismo activo, que podría no ser algo reprobable a primera vista, pero que en realidad se trata de un oscurantismo que convive perfectamente con el dominio mundial de las redes de comunicación. En tal caso, estas alquimias y ocultismos, se presentan, curiosamente como la contracara supersticiosa del neoliberalismo. Favorecen estas congregaciones en nichos móviles de conjurados, una suerte de feudalismos anímicos, que son la materia prima anti ciudadana con la que trabajan las llamadas redes planetarias más corrosivas. Desde que dominan la comunicación mundial creando una sociedad ficticia, anónima y agresiva creció la interpretación hermética del virus, así como ésta también hizo crecer el uso desatinado de las redes. No en vano, la noción de virus es compartida por las lógicas informáticas propagadas sobre la base de millones de micronésimos impulsos y por el mundo infectológico donde el virus es real, pero al mismo tiempo su microscopía solo es visible como dibujito animado con pinchos en la cabeza -como la vieja propaganda de Geniol-, y a través de su cuota diaria de fallecidos.
IV
El virus se introdujo en la producción, en la vida educativa, en la trama diaria de los afectos, en las tensiones familiares, en todo tipo de circulaciones (de personas en la ciudad, de medios de transporte) y obligó a una parálisis, a un acuartelamiento inspirado en que toda circulación innecesaria era portadora del síntoma de la circulación del virus. Solo el tráfico de informaciones regidas por nuevo aparatos o instancias informáticas, como el Zoom y sus anteriores variantes, se presentan como inmunizadas e inmunizadoras. Eso en gran parte se combinó en nombre del cuidado, noción proveniente de una ontología humanista que las derechas mundiales percibieron como una máscara de los estados democráticos que subsisten en el mundo, por lo cual había que combatirla. Más que las izquierdas filosóficas que vieron un colapso productivo del capitalismo como el que había proclamado Rosa Luxemburgo al principio del siglo XX, subsistían los Estados frente a una porción de los desahuciados y parados por el miedo abstracto o por el concreto cierre de las fuentes de viabilidad laboral -en un mar de pobres y desocupados. Una nueva derecha, descarnada, utilitaria y sardónica -el rostro de Patricia Bullrich representa muy bien todo esto-, decidió aprovecharse de esta desdichada situación. Se apropiaron entonces de la causa de la apertura de los locales fabriles, comerciales y educativos al margen de cualquier cuestión de salud pública y de prevención que la grave situación aconsejaba.
Antes de eso se produjo el espectáculo del despliegue de las sectas mistéricas, pseudo-anarco-mesiánicas, teosóficas de folletín y delirantes conspirativos, una fauna que se asoció al asombroso concepto acuñado por cultores de un racionalismo liberal no exento de toques maniáticos, que como eran intelectuales, inventaron el concepto de “infectocracia”. Como crítica alevosa al gobierno, este calificativo provenía de una verdadera ineptocracia intelectual. Un embate contra el gobierno inusual, pues a fuerza de “libertarios”, un sector de ultraderecha surgido de un liberalismo cuya abstracta pureza no disimulaba su arista agresiva, se erigía en juez de las libertades, que en ningún momento eran abolidas sino tomadas como objeto de cuidado. Este cuidado, muy especialmente, no debía convertirse en una Cuidadocracia, y el gobierno tuvo actitudes muy aceptables en ese sentido. Pero se vio atrapado en una disyuntiva delicada, protocolos más flexibles para el cuidado, para poder atender el reclamo de industriales, comerciantes pequeños y grandes operadores del turismo, el más que obvio y comprensible razonamiento de la reproducción de los bienes de consumo y de las fuentes laborales que quedaron de pie debían también ser custodiadas, protegidas. La declaración de “prefiero la vida a la economía” lograba un desafío inusual y a la vez un difícil punto de equilibrio, y como era esperable, triunfaba una vez más la política del “cálculo de muertes”. El festejable intento del gobierno de no asumir la razón capitalista de que primero está la lógica de la producción y luego la vida de las personas, era inclinada hacia el primer factor. Había que volver a la circulación, aunque eso elevara enormemente la cuota de mortandad. ¿No está esta cuota ya establecida de diversas maneras desde los orígenes del capitalismo?
La acción política general no se le fue de las manos al gobierno, pero dejó su énfasis ante las realidades económicas, además de carecer de mayores aprestos para responder a la reacción de los profetismos enfundados en el pathos de las derechas mundiales. Frente a las purgaciones de los hechiceros se enfatizó una apología sin fisuras hacia la Ciencia. Lógicamente, todos aceptamos la buena nueva de la vacuna, con las distintas características que ellas tienen. También nos alegramos que los científicos de nuestros países hayan avanzado con sueros equinos. También aceptamos que hay cierta superioridad en la vacuna rusa, país que al darle el nombre que le dio, estableció cierta continuidad con su pasado científico, bien notorio. Ese rasgo no es desdeñable desde el punto de vista del trasfondo histórico de los acontecimientos mundiales, pues si no los pueblos serían regidos solamente por fechas de vacación y las poblaciones catalogadas por edades de riesgo. Caeríamos de la historia hacia la lógica de las vacunocracias, con lo fundamental que es una buena administración democrática de cómo se distribuyan.
No obstante, queda un vacío de lenguaje que dejan la Ciencia y su “logística”, pues para vacunar a los que la precisan, los locutores de televisión pronuncian con deleite el concepto de “efecto manada”, como si los enunciados se pudieran vocear eligiendo un diccionario cualquiera. Las epopeyas son siempre necesarias y hasta el momento recaen sobre la potestad de los científicos que se acercan más al vellocino de oro, la vacuna que sustituye al mito redentor de algún clorhidrato de hierbas sobrenaturales, o algún jarabe que un manosanta de último momento preparó en el jardín de su casa. Pero como la geopolítica de las vacunas o la geo vacunas de la política no se ha desprendido de las vías paralelas con que se ejerce la política efectiva de un país -de donde sale la consigna débil o complaciente de una “nueva normalidad”-, conviven hoy las políticas científicas y los manejos electorales más oscuros por parte de los restos del macrismo, lo que no deja de irradiarse en las demás ambientaciones conocidas. Se muestra así en carne viva el enorme vacío de un discurso del entusiasmo público. El que había, se mostraba opaco, aunque no sin argumentos, como siempre, enfatizando la ecuación de los cuidados como tejido de reciprocidades. Quien se cuida, cuida, Quien cuida, se cuida.
Pero casi un año de encierro, originó diversas situaciones de corte emocional que fueron variando atropelladamente. Primero ocasionó espectáculos para observar, absortos, calles desiertas, medios de transporte vacíos, un miedo entre racional y receloso, aplausos a los médicos que provenían de una sensibilidad popular (el film El murciélago, con Luis Ziembrowski y Oscar Martínez, trata diversas situaciones de gran agudeza referidas a los complejos sentimientos que provoca el encierro, la gratitud, el odio, la hipocresía). Un panel enredado de pasiones fue apareciendo luego como respuesta a la nueva complejidad con que se enfrentaban los gobiernos. Decisiones que los gobiernos heredan ya tomadas, calendarios escolares, horarios de trabajos, flujos de tránsito, reglamentaciones diversas en torno a la vida cotidiana, se convirtieron en motivos arduos de discusión política. La “alta política” no sólo le cabe a las decisiones de compra de vacunas sino a si comenzar las clases o si seguiremos hundidos en el mundo “remoto”, hablando “en la nube”. Los partidos políticos futuros podrían llamarse “presencialistas” o “remotistas”. Sin embargo, subsiste una triquiñuela; la derecha sigue jugando con abrir los canales de la propagación de los contagios. Cualquier medida sensata de control puede desatar afectos e iras. Una familia ya se constituye alrededor de autoprotección y no alrededor de la fruición amorosa.
V
En un mundo regulado por los cardiogramas de las finanzas, la avariciosa actitud de los exportadores de granos, predomina ya la sustitución de las conversaciones públicas, parlamentarias, educacionales por parte de los Zooms -instancias que trastornarán con su metodología de control del discurso todas las pedagogías y las relaciones discursivas basadas en la palabra hablada. ¿No significa nada una sesión de psicoanálisis por zoom? ¿Una clase sobre el Gorgias e Platón por zoom? ¿Un cumpleaños por zoom? Son inevitables, lo sé. Pero es un problema político que, resguardando vidas y no exponerlas gratuitamente al contagio, se puedan buscar métodos que esquiven estos oligopolios de la administración del vehículo conversacional, pues lo que perdure serán las nuevas máquinas de experimentación sobre lo humano, y la glorificación de la inteligencia artificial. Ningún gobierno sensato puede querer eso.
Por último, es necesaria una referencia a la cuestión de la épica, el viejo épos, la narración heroica entendiendo por heroísmo cualquier reacción del hombre sencillo o la mujer cotidiana que repentinamente se ven elevados a circunstancias excepcionales. Una azafata llora al aterrizar el “avión de bandera” que trae la pócima salvadora desde Rusia. Comprensible es la emoción, un conocido relator dijo que ver despegar un avión no significa más que un hecho técnico, pero en este caso era una verdadera aventura de la emoción pública. Nadie es dueño del juicio sobre el juego inefable de las emociones, por eso, estas son emociones válidas en sí y por sí. No habiendo nada más, contener un llanto por parte de una azafata en la escalerilla de un avión, nos lleva a un resorte no tan oculto que todos tenemos ante la llegada de un bálsamo largamente esperado. Pero junto con esto hay que decir que en los sube y baja de las acciones del gobierno, que se pone firme un día y debilita su firmeza el día siguiente, es un tema que no podemos pasar por alto.
Se trata del desdén del Presidente hacia los que “sueñan con la revolución”, dicho a un editorialista notorio del diario Clarín, que si algo sueña, es con desembarazar al país de ese mismo gobierno. ¿Quién dijo que hay en las conciencias publicas argentinas ánimos repetitivos, copiativos o que buscan calcar retóricas arcaicas o inviables? Y si los hubiera, lo menos inviable del mundo es soñar. No se puede no soñar y todo sueño es una revolución en sí misma, por la acumulación incierta de recuerdos quebrados, formas volátiles, imágenes postergadas, incompletas, evanescentes. Si por ventura, señor Presidente, se rompiera nuestro hilo con ese sueño, y fuera Usted el que invitara a hacerlo, no le haría ningún favor a su propio gobierno. Porque nadie sería tan irrazonable como para relacionarlo a Usted con las jornadas tormentosas de la Comuna de París o la marinería del famoso acorazado Potemkin. Eso sólo cabe en la imaginación de las derechas antropófagas.
Pero nadie ganaría para su contento, para su llanto o su noción de un colectivo actuante entre las piedras candentes de la historia, si se suprimieran los lazos que nos reenvían hacia los eventos históricos que, con sus gemidos apenas escuchados, piden ser percibidos en tanto intimidad turbulenta con los miles y miles de soñadores que recorrieron los tiempos. Usted esto lo sabe ¿Por qué insiste en aminorarlo en sus actuaciones y sus alusiones, diciéndoselo en tono confidencial a los emisarios que todos los días le piden que Usted elimine de nuestras perspectivas los sedimentos inquietos y aventurados que aún anidan en nuestra conciencia? Si ahora pongo esta frase desafortunada suya, en este breve resumen sobre el año de la pandemia, es porque una frase de ese tamaño, aun dicha al pasar, desmoraliza todas las entradas vigorosas que hay que hacerle a los históricos obstáculos que paralizan las fuerzas creadoras del país. No se le exige a Usted que se proclame revolucionario, porque lo que importa son las tareas decisivas que debe realizar. Pero hacer explícito que no comparte “sueños revolucionarios”, Presidente, sobre esto no se haga ilusiones. Tiene consecuencias muy inconvenientes para los movimientos de reformas que hoy se necesitan. Hay frases que nos son propias y es justo que evitemos que nos las extirpen. Pero cuando se trata de la dimensión de la que aquí tratamos, de la envergadura de quien las dice y de las circunstancias oblicuas en que se las dice, es mejor haber hecho silencio.
Buenos Aires, 21 de enero de 2021.
Sociólogo, escritor y ensayista. Es Director de la Biblioteca Nacional
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