Editorial de Cynthia García: Vos tan emergente, yo tan desclasada

«¡Déjenme de joder, le queda grande la palabra ‘artista’!», dijo la diputada santafecina Amalia Granata al enterarse de la distinción que recibió L-Gante por su perseverancia en la música y la cultura.

Modelo y panelista de TV, comentó por Radio Mitre en alusión a los jóvenes que se dedican a la Cumbia 420: «Yo no creo que estos chicos sean artistas, para mí son emergentes de una sociedad en decadencia».

Las consideraciones de Granata podrían inscribirse en la tradición reaccionaria de los dueños de la palabra en Argentina, que son a su vez los que se apropiaron de las tierras a punta de fusiles Remington en manos del Ejército roquista en el último cuarto del siglo XIX. Sí, Remington: la misma empresa que fabricaba máquinas de escribir producía fusiles a repetición por aquellos años y fueron esas armas las que prevalecieron sobre lanzas y boleadoras de indios que resistían el avance de la elite porteña que promovía la expansión de la frontera agroganadera en el país.

No es casual ni forzado que Granata nos permita linkear con Roca. Una vez arrasado el campo de batalla o rendido el enemigo, el vencedor establece las pautas para traducir el conflicto por la ocupación del territorio en una batalla cultural por la justificación de la arquitectura jurídica que sustenta la apropiación de la renta por parte de la clase dominante.

«Estos chicos», como los llama Granata, son emergentes. Tiene razón. Pero no son emergentes de la decadencia social, como especula ella, sino de la desigualdad derivada de las políticas económicas instrumentadas por los jefes y financistas de la diputada.

Su canon cultural es, más allá de que le guste José Luis Perales -tal como confesó en la misma nota-, el legado de un sector que consume productos culturales como una mercancía más en la góndola del orden social, para legitimarlo, pasteurizar sus horrores, endulzar las injusticias y tragarse la grasa trans del neoliberalismo feroz.

Sin que este segmento pretenda erigirse en una defensa de L-Gante, que bastante bien se defiende solo y con su música, vale llamar la atención sobre el celo represivo de la derecha ante las elecciones populares. De modo más sofisticado, la sociología advierte que ahí talla el gusto por la distinción, por separarse imaginariamente de aquellos que viven en la pobreza.

Bajo esa perspectiva, las clases altas y los sectores medios o identificados con ellas -o amenazados por el ascenso social que suele darse durante los gobiernos de signo progresista o plebeyo- asocian la música que escuchan los pobres con el sufragio que emiten cuando votan.

Como el poder se construye con dinero, armas y el monopolio de la palabra -o de la cultura-, prejuzgan que los sectores populares optan por lo que ellos, los dueños de todo, estipulan como cultura de segunda y política de cuarta.

Lejos de la inocencia, las declaraciones de Granata traducen el veneno y el odio de clase. Y expresan eso aún cuando la enunciadora no hubiera nacido en cuna de oro.

La operación ideológica de ese tipo de pronunciamientos, tan frecuentes como cualquier comentario superfluo en la verdulería, consiste en estetizar el consumo para escamotear la desigualdad y barnizar las políticas regresivas. La propuesta del campo popular no puede ser otra que la de más política, politizar la cultura para disputar la riqueza.

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